Tiene algo de pueblo, de pueblito
viejo, y lo es. Las primeras diez familias que se fueron a pasar
sus veranos allí, donde
sólo había mar, extrañas rocas y arena, se
aventuraron a través del campo en carros tirados por caballos
y diligencias, a fines del siglo XIX. Montaron sus casillas de
zinc y madera, algunas de las cuales aún se conservan, y
fundaron, en los aledaños de un peñón, un
conjunto de seis cuadras que básicamente se perpetúa
hasta hoy.
A La Pedrera ya no se llega en
diligencia: hay una carretera que nace en la ruta que une Rocha
a La Paloma, y a la que todo el mundo llama "la diez". Una multitud de chicos y chicas viajan a este
balneario en verano a través de los míticos y repletos ómnibus
de Rutas del Sol, pero muchos lo hacen a dedo. No faltan tampoco
argentinos en sus cuatro por cuatro, o en jeeps que parecen salidos
de una película.
El que llega y se introduce en
la principal, en la calle central que conduce a la Rambla, se
encuentra con lo que hay en mucho pueblito del interior: una
iglesia diminuta, la comisaría, la escuela,
el club. La Pedrera no tiene plaza, pero tiene una rambla impresionante
con blancos mojones antiguos y bancos de parque, para detenerse
a mirar, ya sea el Océano Atlántico, ya sean las
increíbles formaciones geológicas -las rocas que
tienen miles y miles de años- o la gente variopinta que
por allí pasa: jóvenes con dreadlocks, surfistas,
viejos con caña de pescar, niños (mucho niño),
y un continuo de seres humanos distendidos, en bermudas y romanitas.
Argentinos, uruguayos, europeos, rochenses, montevideanos y hasta
auténticos gauchos de ojos azules que alquilan caballos.
La playa: una adicción.
Pero mirar el mar y las rocas
llenas de boquetitos, horadadas por los siglos, no es lo único que puede deparar la naturaleza
en La Pedrera. Decir La Pedrera, es decir playa, todo el día
en la playa: los que están vinculados al surf van a la "del
barco", que está a la derecha del roquedal y que es llamada
así por los restos oxidados de un barco chino que en 1977
quedó varado en aquellas arenas. Es una playa excitante
para los surfistas, y estresante para las mamás con niños,
por eso una experiencia más pacífica con el mar se
busca en la playa que está a la izquierda de las rocas,
donde bañarse y caminar por la orilla resulta un placer
total. De todas formas, cada año se ven musculosos muchachos
de bermudas rojas y perros vigilando el mar: son los guardavidas,
que se toman muy en serio lo que hacen.
La Pedrera crece.
En los últimos años La Pedrera se extiende hacia
Punta Rubia: se llama así a la zona junto al mar que se
abre un kilómetro más allá de las rocas, y
que se divisa muy bien desde "el balcón". El camping Punta
Rubia es el dato que orienta: es un camping modelo, hecho con cabeza
ecologista, impecable, donde las carpas se protegen bajo árboles
autóctonos. Un caminito secreto, paralelo al mar, une La
Pedrera con Punta Rubia: sale de la calle de Antel y pasa frente
al señorial Hotel La Pedrera, luego se introduce entre cañadas,
puentecitos artesanales, dunas y abrojos. Una vez que se llega
a Punta Rubia puede disfrutarse de la inmensidad de la playa ("allá lejos
debe estar el Polonio", todos conjeturan) o también gozar
de un paseo por los barrancos: un auténtico paisaje lunar
producido por la erosión. Punta Rubia es un entorno campestre
punteado de casas, con un rebaño de vacas que mugen y miran
sorprendidas a los turistas.
Aves nocturnas.
Pero no todo es bucólico en La Pedrera: hay movida, por
supuesto. Después de la playa, la gente se baña,
cena (o sale a cenar), se pasea por la principal y mira las artesanías
de una veintena de puestitos, hasta que llega la hora de bolichear.
Para bailar hasta las seis de
la mañana está Arachanes,
sobre la ruta diez, pasando unos metros la entrada al pueblo. Para
escuchar buena música y comer como los dioses está Lajuá,
la antigua casona en la calle de la OSE, donde este año
hubo hasta recitales de poesía. Sobre la playa, un boliche
regenteado este año por Pachamama (el año pasado
estuvo la alemana de Piantao), también es un lugar adecuado
para tomar algo y charlar. Este año, el club se sumó a
la lista de restaurantes con buen pescado y pizza (como Don Rómulo),
pero además de cocinar bien, presentaron obras de teatro
y recitales.
Un lugar especial del mundo.
Dicen que los porteños que detestan Punta del Este aman
La Pedrera. En medio de la espesa vegetación de sus jardines,
tienen su casa Norma Aleandro o Susú Pecoraro. También
Maitena le encomendó una tremenda casa a un arquitecto.
Pero del paisaje humano de La
Pedrera lo que más llama
la atención es su heterogeneidad: hay de todo. Aunque todos
ellos con algo en común: la fascinación por el mar
divisado desde ese promontorio extraño y rocoso que dio
origen a un pueblito que no se parece a ningún otro.
Andrea
Blanqué, 43 años.
Escritora y periodista cultural.
Entre sus obras encontramos la novela "La sudestada" y el libro
de cuentos "La
piel dura".